Cuando era pequeña estaba obsesionada con los árboles de fruta. Me encantaban. A tal punto que mi primer criterio para determinar la riqueza de una persona no era el tamaño de su casa ni el coche de la familia: y si el número de árboles de fruta que tenía en su jardín.
Y mi vida en gran parte de resumía en husmear en los jardines del pueblo y robarles la fruta que daban sus árboles. Me pasaba horas espiando a través de los muros delas casas arquitetando una manera de entrar, treparme en el árbol y comerme lo que allí estuviera.
Siempre he pensado que mi obsesión en robar fruta no tenía que ver con tendencias delictivas sino con que en nuestro jardín no teníamos a ningun árbol. También era porque me sentía muy libre cuando alcanzaba la cima del árbol o de cualquier azotea o tejado. Me pasaba la vida subiendome a todo: casas, iglesias (todo un desafío), tiendas. Prática poco aconsejable la de trepar cuando tienes 10 años. Pero cuando eres niño, la muerte es un concepto tan lejano que yo jamás pensé que lo que hacía tenía tintes suicidas.
Uno de los días más felices fue cuando encontramos 500 piñas metidas dentro de un garaje. Olía fenomenal y pasamos horas estudiando una manera de meternos dentro. Cuando finalmente conseguimos era como si hubiera encontrado un tesoro: muchísima fruta y todas al alcance de la mano. Aquella noche comí las piñas más dulces de mi vida y me resulta casi imposible describir la sensación de felicidad que tenía por mi gran hallazgo.
Hoy mi pueblo ya no es tranquilo como entonces. Los niños ya no entran en las casas sólo para robar fruta. La gente ya no construye muros para proteger sus árboles. Hay pinchos y perros malos para separar y defender propiedades.
Las piñas en Lorena ya no son tan dulces como en otros tiempos.
Estos tiempos que ya no vuelven y que yo tanto echo de menos.
23 agosto 2006
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