Ya veis… lo poco que se necesita para hacerme feliz. O lo poco que tienen que tener ciertos momentos para llenar mi día de color. A veces creo que ya no nos fijamos en las pequeñas cosas y cada vez más voy teniendo claro que en ellas reside nuestra felicidad. En intentar hacer pequeñas cosas que nos hagan felices y que hagan felices a los que estén cerca, cerca de nuestros sentimientos – porque estar lejos tiene poco que ver con la distancia.
Volvía ayer de la clase de natación con el pelo mojado, escuchando la canción de White Lies (estoy adicta) y las piernas cansadas. Iba medio arrastrándome cuando sin tener porqué paré de andar y miré hacía arriba y allí estaba: un árbol de moras.
Abrí los ojos como platos. Y sé que he sonreído por dentro y por fuera. Un árbol de moras lleno de moras perdido en medio de la ciudad. Me acordé de Lorena, de los árboles de fruta de mi infancia, sentí otra vez como si todavía tuviera 10 años y hubiera encontrado una mina de oro. Ya no puedo llamar a mis amiguitos para que intenten conmigo trepar en el árbol, pero pude ver perfectamente que si todavía tuviera 10 años habría saliendo corriendo a llamar los niños de mi calle para enseñarles, llena de orgullo, mi hallazgo.
Mirando al árbol me dio algo de pena de no tener a nadie a quien llamar que pudiera entender lo que significa para mí. Me dio pena ya no estar en Lorena y no conocer a nadie que me ayudara a trepar en él y que sonriera conmigo en la misma sintonía cuando nos comiéramos juntos las primeras moras. A lo mejor en estos momentos soy capaz de entender lo que decía Clarice Lispector de que los adultos somos siempre solitarios.
El otro día le contaba a un amigo eso que me dijeron que llevamos siempre nuestro pueblo dentro de nosotros y la verdad es que es así. Llevo Lorena conmigo, Lorena y todos los árboles a los que trepé. La añoranza no siempre es mala porque es capaz de hacerte sentir cosas que ya creías olvidadas.
No me he subido en el árbol al final. Era demasiado alto y mi consciencia adulta me impidió parar a un desconocido en la calle que me ayudara a trepar. Pero eso sí, estuve un rato largo tirando mis chanclas hacia arriba para que cayera alguna mora. Han caídos unas cuantas y estaban muy buenas. Me he manchado la camiseta y tenía los dedos morados que con gusto me los fui chupando por el camino.
Y así pasé el día : en los labios una sonrisa larga y en la boca, un sabor intenso, difícil de cuantificar, de felicidad y moras.
Volvía ayer de la clase de natación con el pelo mojado, escuchando la canción de White Lies (estoy adicta) y las piernas cansadas. Iba medio arrastrándome cuando sin tener porqué paré de andar y miré hacía arriba y allí estaba: un árbol de moras.
Abrí los ojos como platos. Y sé que he sonreído por dentro y por fuera. Un árbol de moras lleno de moras perdido en medio de la ciudad. Me acordé de Lorena, de los árboles de fruta de mi infancia, sentí otra vez como si todavía tuviera 10 años y hubiera encontrado una mina de oro. Ya no puedo llamar a mis amiguitos para que intenten conmigo trepar en el árbol, pero pude ver perfectamente que si todavía tuviera 10 años habría saliendo corriendo a llamar los niños de mi calle para enseñarles, llena de orgullo, mi hallazgo.
Mirando al árbol me dio algo de pena de no tener a nadie a quien llamar que pudiera entender lo que significa para mí. Me dio pena ya no estar en Lorena y no conocer a nadie que me ayudara a trepar en él y que sonriera conmigo en la misma sintonía cuando nos comiéramos juntos las primeras moras. A lo mejor en estos momentos soy capaz de entender lo que decía Clarice Lispector de que los adultos somos siempre solitarios.
El otro día le contaba a un amigo eso que me dijeron que llevamos siempre nuestro pueblo dentro de nosotros y la verdad es que es así. Llevo Lorena conmigo, Lorena y todos los árboles a los que trepé. La añoranza no siempre es mala porque es capaz de hacerte sentir cosas que ya creías olvidadas.
No me he subido en el árbol al final. Era demasiado alto y mi consciencia adulta me impidió parar a un desconocido en la calle que me ayudara a trepar. Pero eso sí, estuve un rato largo tirando mis chanclas hacia arriba para que cayera alguna mora. Han caídos unas cuantas y estaban muy buenas. Me he manchado la camiseta y tenía los dedos morados que con gusto me los fui chupando por el camino.
Y así pasé el día : en los labios una sonrisa larga y en la boca, un sabor intenso, difícil de cuantificar, de felicidad y moras.
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