29 agosto 2011
Restos de Carnaval - Clarice Lispector
Para los que no conocéis Clarice Lispector abajo uno de mis cuentos preferidos. Lo tiene todo: poesía, belleza, añoranza y un texto cuidado y perfecto.
No, no de este último carnaval. Pero no sé por qué éste me transportó a mi infancia y a los miércoles de ceniza en las calles muertas donde sobrevolaban despojos de serpentina y papel picado. Alguna que otra beata con la cabeza cubierta por un velo iba a la iglesia, atravesando la calle tan extremadamente vacía que sigue al carnaval. Hasta el año siguiente. Y cuando la fiesta se acercaba, ¿cómo explicar la agitación íntima que me acometía? Como si por fin el mundo se abriese, de capullo que era, en gran rosa escarlata. Como si las calles y las plazas de Recife por fin explicaran para qué habían sido hechas. Como si las voces humanas cantaran por fin esa capacidad de placer que era secreta en mí. El carnaval era mío, mío.
Mientras tanto, en la realidad, poco participaba en él. Nunca había ido a un baile infantil, nunca me habían disfrazado. En compensación, me dejaban quedarme hasta las 11 de la noche en el umbral de la puerta de la casa de altos donde vivíamos, mirando ávida cómo se divertían los otros. Dos cosas preciosas ganaba yo entonces y las economizaba con avaricia para que me duraran los tres días: un lanzaperfume y una bolsa de papel picado. Ah, escribir se está volviendo difícil. Porque siento que se me va a estrujar el corazón al constatar que, incluso sumándome tan poco a la alegría, yo era tan sedienta que con casi nada ya me convertía en una niña feliz.
¿Y las máscaras? Les tenía miedo, pero era un miedo vital y necesario porque coincidía con mi más profunda sospecha de que el rostro humano también era una especie de máscara. Si un enmascarado hablaba conmigo en el umbral de mi casa, yo entraba de golpe en el indispensable contacto con mi mundo interior, que no sólo estaba hecho de duendes y príncipes encantados sino también de personas con su misterio. Hasta mi miedo a los enmascarados, entonces, era esencial para mí.
No me disfrazaban: entre tantas preocupaciones por mi madre enferma nadie en casa tenía cabeza para el carnaval de un niño. Pero yo le pedía a mis hermanas que me enrulara el cabello lacio que me causaba tanto disgusto, y tenía entonces la vanidad de tener el cabello rizado, por lo menos tres días al año. En esos tres días, además, mi hermana accedía a mi sueño intenso de ser una muchacha –casi no podía esperar el fin de una infancia vulnerable– y me pintaba mucho los labios y también me ponía rubor en las mejillas. Entonces me sentía linda y femenina, escapaba de la niñez.
Pero hubo un carnaval diferente de todos los demás. Tan milagroso que yo no podía creer que tanto me fuera dado, yo, que ya había aprendido a pedir poco. Ocurrió que la madre de una amiga decidió disfrazar a su hija y el nombre del disfraz en el figurín era Rosa. Para eso compró hojas y hojas de papel crepé rosa, con las cuales, supongo, pretendía imitar los pétalos de una flor. Boquiabierta, veía cómo el disfraz tomaba forma y se iba creando. Aunque el papel crepé ni remotamente se pareciera a los pétalos, yo pensaba con toda seriedad que era uno de los disfraces más bellos que había visto en mi vida.
Entonces, por simple casualidad, ocurrió lo inesperado: sobró papel crepé, y mucho. Y la madre de mi amiga –tal vez respondiendo a mi pedido mudo, a mi muda envidia desesperada, o tal vez por pura bondad, ya que sobraba papel– resolvió hacer también para mí un disfraz de rosa con lo que quedaba. En aquel carnaval, entonces, por primera vez en la vida tendría lo que siempre había querido: sería otra y no yo misma.
Hasta los preparativos me dejaban loca de felicidad. Nunca me sentí tan ocupada: minuciosamente, mi amiga y yo calculábamos todo, bajo el disfraz usaríamos enagua porque si llovía y el disfraz se deshacía por lo menos estaríamos de algún modo vestidas –la idea de una lluvia que de repente nos dejara, en nuestros pudores femeninos de ocho años, en enagua en la calle, nos hacía morir anticipadamente de vergüenza–, ¡pero ah! ¡Dios nos ayudaría! ¡no llovería! En cuanto al hecho de que mi disfraz sólo existía gracias a las sobras de otro, me tragué con un poco de dolor mi orgullo, que siempre fue feroz, y acepté humildemente la limosna que me daba el destino.
¿Pero por qué justamente aquel carnaval, el único con disfraz, tuvo que ser tan melancólico? El domingo, a la mañana temprano, yo ya tenía puestos los ruleros para que los rizos quedaran bien definidos para la tarde. Pero, de tanta ansiedad, los minutos no pasaban. ¡Al fin, al fin! llegaron las tres de la tarde: con cuidado de no rasgar el papel me vestí de rosa.
Perdoné muchas cosas que me sucedieron, mucho peores que ésta. Pero a ésta ni siquiera ahora puedo entenderla: ¿el tiro de dados de un destino es irracional? Es despiadado. Cuando estaba vestida de papel crepé todo armado, todavía con los ruleros puestos y sin lápiz labial y rubor, la salud de mi madre empeoró mucho súbitamente, hubo un alboroto repentino en la casa y me mandaron a comprar un remedio a la farmacia. Fui corriendo vestida de rosa–pero el rostro todavía desnudo no tenía la máscara de muchacha que cubriría mi tan expuesta vida infantil–, fui corriendo, corriendo, perpleja, atónita, entre serpentinas, papel picado y gritos de carnaval. La alegría de los otros me espantaba.
Cuando horas después la atmósfera en casa se calmó, mi hermana me peinó y me pintó. Pero algo había muerto en mí. Y, como esas historias que había leído sobre hadas que encantaban y desencantaban personas, fui desencantada; ya no era una rosa, era de nuevo una simple niña. Bajé a la calle y allí, de pie, yo no era una flor; era un payaso pensativo de labios rojos. En mi hambre de sentir éxtasis, a veces empezaba a alegrarme, pero con remordimiento recordaba el grave estado de mi madre y moría de nuevo.
La salvación llegó recién muchas horas después. Y si me aferré a ella tan rápido fue porque tenía una gran necesidad de salvarme. Un niño de unos doce años, lo que para mí representaba un muchacho, ese niño muy bonito se detuvo frente a mí y, con mezcla de cariño, grosería juego y sensualidad cubrió mi cabello ya lacio de papel picado: por un instante nos quedamos frente a frente, sonriendo, sin hablar. Y yo, mujercita de ocho años, consideré durante el resto de la noche que por fin alguien me había reconocido: yo era, sí, una rosa.
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