17 febrero 2012

La niña que lloraba demasiado y la abuela en la ventana

Pic by Pocket Poems
Lo mío con las despedidas no viene de hoy. Empezó desde hace muchos años, cuando todavía era una niña y recorría de tiempos en tiempos la distancia que separaban mi pueblo y la ciudad donde vivía mi padre.
Pequeña que era no entendía que normalmente, a tan temprana edad, las separaciones no eran todavía definitivas y me echaba a llorar sin parar cada vez que mi padre venía recogerme  para las vacaciones de verano. Cuando eres niña, tres meses lejos de tu casa son una vida entera y yo no quería irme y lloraba desconsoladamente la separación de mi madre y de mi abuela materna. Y lloraba tanto y tanto me dolía, que en una ocasión mi padre, después de recoger ya 100 km, se tragó su orgullo y me trajo de vuelta al pueblo donde mi madre se apuntaba el silencioso punto en su batalla no declarada y curiosamente,  pacifica, por nuestro amor.
Pero en las ocasiones en las que llegaba a la ciudad de mi padre, lo pasaba tan estupendamente que a la hora de volver se repetía la historia: tan triste estaba por tener que dejar a mi abuela paterna en la ciudad que me echaba a llorar ya antes de entrar en el coche. Me agarraba a ella, desesperada y gritaba que no quería marcharme. Mi padre, con más paciencia de que lo se podía esperar del objeto de tan declarada indiferencia infantil, me explicaba que tenía que irme, que tenia clases,  que pronto estaría con mi madre y mi otra abuela. A lo que yo contestaba: "quiero a esa abuela" y volvía  llorar.
Cuando finalmente me convencía a bajar al coche era bajo la promesa de que mi abuela se quedaría en la ventana hasta que nos marcháramos. En aquel entonces yo no tenía vergüenza de agarrarme a las migajas de  afectos y allí se quedaba mi abuela : en un gesto de adiós paciente mientras yo la veía desde el coche, pequeñita su mano en alto y le saludaba entre lágrimas y gritos de "quiero a mi abuela" hasta que ya no podía ver su cara siempre vestida de sol.
Hace unos días que dejé a mi abuela en su pueblo de playa después de una semana a su lado. Hace años que gran parte de mis lágrimas por los kilómetros de separación,  me las trago y las aguanto porque así se supone que debe ser. Pero las despedidas de ahora ya no son un hasta pronto como antes y el miedo nos convierte todos en niños indefensos. Así que al salir de su piso bajé llorando ante las cámaras de seguridad mudas del ascensor que grababan en directo el dolor que provoca tener que marcharse cuando no se sabe si es para siempre. 
Esperé a mi tío en la puerta del edificio un rato, llorando en la calle húmeda y cálida de Santos donde demasiados testigos miraban a la chica con ojos rojos. Y mientras me hacía más pequeña a cada lágrima,  me acordé de las despedidas de antaño y de la promesa que me hacía de que estaría en la ventana hasta que ya no pudiera verme. Y con miedo y unas ganas enormes de que estuviera allí en la ventana, me giré. Y allí estaba. Como desde hace demasiado años, esperando que ya no pudiera verme y la mano en alto diciendo adiós.
Le contesté el gesto y lloré ya sin parar (raras que son las buenas excusas para dejarnos llevar). Lloré por este adiós, por muchos otros y quizá , por otras cosas. Lloré por la alegría y la tristeza que provocan el querer demasiado y por un instante, lo de no querer me pareció más manejable pese a lo gris de las tardes sin afecto. Pero allí estaba ella :  diciéndome adiós en silencio, sin importarse si era un hasta pronto o hasta siempre. Y me di cuenta de que,  pese el paso de los años, yo todavía soy la niña que llora demasiado aunque casi siempre ni  me di cuenta de las lágrimas que caen.